Huele a mar, a salitre. Un arrastrero baja deslizándose poco a poco por la desembocadura del Deba. Desde lo alto de la punta de Aitzandi, al borde del acantilado, un muchacho pecoso, de seis u ocho años, se desgañita y sacude las manos con fuerza. «Aita, aita! –repite, ininterrumpidamente–. Agur, aita!, laster arte!» Su padre, Koldo Gartzea, un hombre curtido, de barba poblada, es el piloto del Esperantza. Hace frío, un viento racheado que corta como una cuchilla, y ha comenzado a chispear; pero el muchacho sigue plantado en el sitio. Contempla el pesquero, cómo se pierde a lo lejos, y sueña con el día en que también él pueda aventurarse más allá de la playa.
© DOMINGO ALBERTO MARTÍNEZ
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